miércoles, 6 de enero de 2010

48. DE STA ENGRACIA A STA CECILIA Y UN CUENTO DE NAVIDAD

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Una amable lectora del blog me ha preguntado estas navidades por mail si había subido yo desde Sta Engracia de Jubera a algunas minas abandonadas que hay por allí, y si le podía dar alguna pista del recorrido. Mi respuesta ha sido negativa pero me ha recordado que una excursión iniciada precisamente en Sta Engracia de Jubera dio pie a que, haciendo pinitos en la ficción, llegase a escribir yo nada menos que un cuento de Navidad. La excursión no fue andando sino... ¡en moto! con lo que abro un poco más todavía este blog a todo tipo de pequeñas aventuras geográficas. Ya sé que las motos no gustan mucho a quienes andan por el monte, pero si se usa con respeto hacia los caminantes y hacia la propia montaña, no hay por qué desdeñar sus estupendas posibilidades para descubrir el paisaje.

Aquel día de noviembre de 1988, Fernando Caballero y yo vinimos con nuestras motos desde Logroño, subimos por el sendero desde Sta Engracia hasta Sta Cecilia, y regresamos por la pista hacia Lagunilla de Jubera, descubriendo así este pequeño tramo de tres kilómetros y medio que bien vale una excursión a pié. Si lo pudimos hacer en moto es porque las que teníamos entonces eran casi unas trialeras, pues el sendero que une ambos pueblos creo que no es apto para grandes motos de trail. El terreno está semiabandonado y es muy erosionable por lo que me imagino que estará peor que entonces.



Sale el sendero de Sta Engracia (600 m) en dirección Oeste junto al barranco del pueblo y ladea por la solana hasta llegar justo debajo de Sta Cecilia (876 m), donde hice la foto que abre este post. No tiene pérdida. Lo he medido con google earth y son 3,5 km y 276 m de desnivel, así que para la ida, la vuelta, y la visita y almuerzo en Sta Cecilia, bien se pueden emplear tres horas. Como el terreno es seco y no hay ni una sombra, lo mejor será evitar el verano.





Aquella excursión estuvo marcada por la hospitalidad del Beta, el único habitante de Sta Cecilia, que departió con nosotros un buen rato, nos enseñó las ruinas de su pueblo, y hasta compartimos el almuerzo en su bodega. Recuerdo que hasta nos dio de probar un vino que hacía él mismo de algún majuelo que tenía por allí arriba y que, como no podía ser de otro modo, era bastante rasposo. Hace unos años me dijeron que había muerto, así que estas fotos son un homenaje póstumo.



















Continuamos recorrido por la pista que sube hacia el collado (928 m) que separa el valle de Sta Engracia del de Lagunilla, y por donde pasa el camino hacia Bucesta. Subiendo hacia ese collado hice las dos últimas fotos de Sta Cecilia,





es decir, las fotos que inspiraron el título del “cuento de navidad” que escribí unos días después como recuerdo de aquella excursión. La directora de La Rioja del Lunes me pidió un texto para un suplemento navideño y ni corto ni perezoso (atrevida que es la ignorancia) me hice pasar por el Beta y me inventé esta historia. No os riáis mucho de mi pésimo estilo literario. Bastó con leerlo en letra impresa para que no me animara a escribir ficción nunca más. Pero como es un bonito recuerdo de este lugar lo pongo a continuación. Y encabezando el texto, la pequeña acuarela que hice sobre la primera imagen de Sta Cecilia para ilustrar su publicación. Ya que no puedo desear ahora Feliz Navidad, vaya para mis pocos lectores el deseo de un Feliz Año 2010 y de una feliz excursión entre estos dos pueblos si se animan a hacerla.





DOS CAMINOS
(un cuento de navidad)

Soy el único vecino de un pueblo de la sierra, hace años abandonado. Vivo con mi mujer y dos de mis hijos a una hora del poblado más cercano por camino de herradura, pedregoso y semiderruido, ya casi intransitable, que bordea el barranco. Aún así, yo lo prefiero a la nueva pista que hace poco y con gran esfuerzo, hemos construido por la cumbre para llegar con el Land Rover. Subiendo por el viejo camino, el pueblo, quizás hoy más que nunca, aparece imponente: las casas grises y medio en ruinas, rodeadas por una fila de olmos muertos, le confieren el aspecto de una antigua fortaleza, casi inaccesible. Desde el collado por el que cruza la nueva pista, el destrozado caserío, sin embargo, pudiera parecer un vertedero de escombros. Rara vez sube alguien por el barranco; las profundas erosiones del torrente impresionan hasta atemorizar. Los nietos, los parientes, los viejos vecinos y los curiosos, cazadores o excursionistas, nos llegan por la pista.

Los años de soledad aquí arriba han sido años de paz. Es cierta la observación: vivimos cerca del cielo. No hemos tenido ningún otro sobresalto que las enfermedades de los animales o el estrépito nocturno del desplome de alguna de las casas abandonadas. Las tormentas, gracias a Dios y a la fe de mi mujer en Santa Bárbara, han pasado siempre de largo y, en el peor de los casos, alguna chispa nos mató ganado dejado en el monte. Tras la marcha del último vecino, los días más aciagos fueron aquellos en que los curas, acompañados de la Guardia Civil, vinieron a llevarse todo lo que había de valor en la iglesia y en la ermita. NO sentí que arramplasen con los retablos, los cristos, los muebles de la sacristía y hasta con sus puertas. Me dolió, por mi mujer y mis hijos, que se llevaran la santa de la ermita arrancándomela de mis brazos.

Dos días antes de la Navidad del año pasado sucedieron los hechos que aquí relato. Constituyen el único sobresalto grave en la paz que disfrutamos.

Había vendido en la feria una partida de novillos y antes de subir al pueblo deposité las ganancias en la Caja de Ahorros. Llegué al anochecer y festejamos la venta con una cena especial y con el pensamiento puesto en la celebración del día siguiente, cuando también el hijo mayor, su mujer y los nietos nos hicieran compañía. Lucía una espléndida luna llena cuando nos fuimos a la cama. En la calle reinaba la paz de siempre, aunque el perro, quizás por la luna, ladraba más que de costumbre. Ya estaba metido en la cama intentando dormirme cuando el perro aumentó más y más sus ladridos. Me vestí y bajé a reprenderle. De vuelta a la cama, el perro volvió a ladrar aún más fuerte y como nervioso. Mi mujer me miró a la cara con rostro preocupado. Me quedé clavado y dije: aquí hay gente; apaga inmediatamente las velas. Volví a bajar a la calle junto al perro, que rayaba en la histeria. No estoy seguro pero creo que ví algo moverse. Maldije no haber bajado la escopeta y entré en casa de inmediato a por ella. Ya la tenía el hijo menor en sus manos, dispuesto a bajar. ¡Los cartuchos! ¿Dónde habéis puesto los cartuchos? Gritó mi otro hijo. Los nervios nos atenazaban y no había forma de dar con ellos. Mi mujer balbucía ¡ay Dios mío, ay Dios mío! ¿dónde los habré puesto? ¿dónde los habré puesto? Al fin aparecieron debajo del armario. Cargó el hijo la escopeta y saltamos a las escaleras. ¡No salgáis! ¡no salgáis! gemía la mujer y madre, ¡que os van a matar! ¡que os van a matar! Hemos hecho aquí frente a todas las adversidades y ahora no va a ser menos, le contesté. ¡Vamos hijos! Nadie aquí nos va a robar la paz.

Nos asomamos a la puerta, donde el perro, sin despegarse un palmo, ladraba y ladraba impidiéndonos oír los posibles movimientos de los ladrones. Al fin vimos a uno cruzar corriendo la calle, o eso nos pareció, y soltamos un disparo que resonó con gran intensidad. Armados del valor de la detonación y de no recibir respuesta, salimos hacia la era en donde vimos cómo otro individuo salía del quicio de la puerta de un corral y se echaba monte abajo. Permanecimos los tres junto a una pared esperando acontecimientos, pero nada ocurrió. A cierta distancia la visibilidad era nula, a pesar de la luna, y los posibles ruidos quedaban encubiertos por los persistentes aullidos del perro. Cuando el frío y la quietud empezaron a acumularse en nuestros huesos y en nuestros nervios, los hijos decidieron llegarse hasta el Land Rover para salir en su búsqueda: seguro que han venido por la pista hasta el carrascal y de ahí han subido andando para no hacer ruido con el coche; veta a casa, padre, y encerraros bien, que a estos les vamos a dar su merecido, me dijeron.

Bajaron en el auto hasta el carrascal pero no vieron nada, así que dieron la vuelta y regresaron al pueblo, donde el perro salió a recibirlos, ahora más tranquilo. No pegué ojo en el resto de la noche, con el oído bien atento y venga a darle vueltas a lo sucedido. Algún granuja, pensé, se ha enterado de la venta de los novillos y ha subido pensando que tendría aquí las perras. Aunque, quién sabe, igual eran mozos del pueblo de abajo que subían a por algún cabritillo para la cena de Navidad. Al día siguiente bajé a denunciarlo a la Guardia Civil, donde me dijeron que había tenido suerte en no dar a nadie con aquel disparo y que anduviese con cuidado con el Land Rover y con dejar las llaves puestas, pues lo mismo habían subido a por él.

La cena de Nochebuena fue feliz, como todas, aunque algo distinta. Hablamos más de la cuenta de sucesos, robos y ladrones, temas poco apropiados para una festividad así. Ya se nos han olvidado casi los sucesos de aquella noche y ahora los contamos entre risas y vino, como una aventura más. Desde entonces no siento ningún miedo adicional; la paz es la de siempre. De aquel 23 de diciembre sólo me ha quedado la curiosidad de saber por cual de los dos caminos vinieron: si por el que se fueron los vecinos en busca de la civilización, o por el que de tanto en tanto la civilización vuelve al pueblo.